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UN ANGEL ENAMORADO
(City Of Angels)

Estados Unidos, 1998


Dirigida por
Brad Silberling, con Nicolas Cage, Meg Ryan, Dennis Franz, Andre Braugher.



En mayor o menor medida, todas las religiones reservan a los ángeles el rol de mensajeros divinos. Intermediarios de Dios –o los dioses– ante la humanidad, destinados a instruir, orientar y hasta dirigir a los mortales. Las alas del deseo, en 1988, tomó prestada esta mitología para basar las prolíficas especulaciones metafísicas de Wim Wenders y el escritor Peter Handke, en el marco de un sugestivo ensayo fotográfico sobre la ciudad de Berlín. Un ángel enamorado es la tardía remake made in USA del film aquel. Se apoya más decididamente en la vertiente religiosa, reduce al mínimo la filosófica, reinventa la trama para adaptarla a las fórmulas de love story infinitamente probadas y gastadas por el Mainstream.

Las primeras escenas de la película de Brad Silberling retoman la versión de las criaturas espirituales que había entregado Wenders. Tienen aspecto humano, lucen rigurosos sobretodos negros y deambulan melancólicamente, casi siempre a dúo, por los techos de la ciudad. Que no es Berlín sino la mucho menos fotogénica ¡y redundante! Los Angeles. Y a cambio del escuálido Bruno Ganz, que era el ángel principal, aquí está Nicolas Cage. Si luce llamativamente patovica es por culpa de un par de málditos títulos de superacción que protagonizó muy poco antes de subirse al querubín. Como buen ángel, Seth no es capaz de sentir hambre ni dolor y los humanos no pueden verlo. Tampoco tiene el sentido del tacto. Pero usa y abusa de sus dones telepáticos para hacerle saber al espectador todo lo que piensan los otros personajes. Así, buena parte de las actuaciones, precisamente destinadas a evocar las procesiones interiores, quedan vaciadas de sentido. Por otro lado está la conspicua cirujana cardiovascular animada por Meg Ryan. Para dar la medida de su vivacidad Brad Silberling no se anduvo con matices: la doctora Maggie opera a corazón abierto haciendo sonar temas de Jimi Hendrix a todo volumen en un minicomponente. De la misma cepa es la reacción de Maggie, cirujana experta, cuando llora la muerte de uno de sus pacientes como una niña desconsolada: "¿Es que ya nada está en mis manos?" Es evidente que ya está lista para recibir a Seth. Y él está presto para sacrificar el angelato por esa mujer.

Una apretujada sucesión de incongruencias preside el encuentro de los protagonistas. Seth, todavía en condición ángel, empieza a ser visto por los ojos de Maggie. El se enamora perdidamente (¿alguien dijo que los ángeles no tienen sexo?) y decide humanizarse a caballo de una "sensación" que debería engrosar el rubro Cursilerías del libro de los récords: "prefiero tocar un segundo su cabello, darle aunque sea un beso, sentir su mano, antes que siglos de eternidad". Uno de sus últimos actos antes de tornarse definitivamente visible será inmiscuirse en la cocina de Maggie mientras ella discute con su novio. Como en una famosa publicidad de aceite comestible de la televisión local.

En cuestiones de cursilería Maggie no se queda atrás. A poco de andar de la mano del ángel pontificará su encendida convicción de que hay "alguien más grande, más allá", encargado de poner las cosas en su sitio. La medicina y el amor carnal quedan prontamente subordinados al orden de lo divino. Maggie, en un momento, llegará a cambiar un suculento picnic campestre por... una charla mística sobre la vida y la muerte con el ángel. ¿Comerán perdices? Se diría. Pero un golpe bajo brutal, monumental (como hace mucho que no se veían) se ocupará de cortarles la digestión.

Guillermo Ravaschino