En mayor o menor medida, todas las religiones reservan a los
ángeles el rol de mensajeros divinos. Intermediarios de Dios o los dioses
ante la humanidad, destinados a instruir, orientar y hasta dirigir a los mortales. Las
alas del deseo, en 1988, tomó prestada esta mitología para basar las prolíficas
especulaciones metafísicas de Wim Wenders y el escritor Peter Handke, en el marco de un
sugestivo ensayo fotográfico sobre la ciudad de Berlín. Un ángel enamorado es la
tardía remake made in USA del film aquel. Se apoya más decididamente en la
vertiente religiosa, reduce al mínimo la filosófica, reinventa la trama para adaptarla a
las fórmulas de love story infinitamente probadas y gastadas por el Mainstream.
Las primeras escenas de la
película de Brad Silberling retoman la versión de las criaturas espirituales que había
entregado Wenders. Tienen aspecto humano, lucen rigurosos sobretodos negros y deambulan
melancólicamente, casi siempre a dúo, por los techos de la ciudad. Que no es Berlín
sino la mucho menos fotogénica ¡y redundante! Los Angeles. Y a cambio del escuálido
Bruno Ganz, que era el ángel principal, aquí está Nicolas Cage. Si luce llamativamente
patovica es por culpa de un par de málditos títulos de superacción que protagonizó muy
poco antes de subirse al querubín. Como buen ángel, Seth no es capaz de sentir
hambre ni dolor y los humanos no pueden verlo. Tampoco tiene el sentido del tacto. Pero
usa y abusa de sus dones telepáticos para hacerle saber al espectador todo lo que piensan
los otros personajes. Así, buena parte de las actuaciones, precisamente destinadas a
evocar las procesiones interiores, quedan vaciadas de sentido. Por otro lado está la
conspicua cirujana cardiovascular animada por Meg Ryan. Para dar la medida de su vivacidad
Brad Silberling no se anduvo con matices: la doctora Maggie opera a corazón abierto
haciendo sonar temas de Jimi Hendrix a todo volumen en un minicomponente. De la misma cepa
es la reacción de Maggie, cirujana experta, cuando llora la muerte de uno de sus
pacientes como una niña desconsolada: "¿Es que ya nada está en mis manos?" Es
evidente que ya está lista para recibir a Seth. Y él está presto para sacrificar
el angelato por esa mujer.
Una apretujada sucesión de incongruencias preside el
encuentro de los protagonistas. Seth, todavía en condición ángel, empieza a ser visto
por los ojos de Maggie. El se enamora perdidamente (¿alguien dijo que los ángeles no
tienen sexo?) y decide humanizarse a caballo de una "sensación" que debería
engrosar el rubro Cursilerías del libro de los récords: "prefiero tocar un segundo
su cabello, darle aunque sea un beso, sentir su mano, antes que siglos de eternidad".
Uno de sus últimos actos antes de tornarse definitivamente visible será inmiscuirse en
la cocina de Maggie mientras ella discute con su novio. Como en una famosa publicidad de
aceite comestible de la televisión local.
En cuestiones de cursilería Maggie no
se queda atrás. A poco de andar de la mano del ángel pontificará su encendida
convicción de que hay "alguien más grande, más allá", encargado de poner las
cosas en su sitio. La medicina y el amor carnal quedan prontamente subordinados al orden
de lo divino. Maggie, en un momento, llegará a cambiar un suculento picnic campestre
por... una charla mística sobre la vida y la muerte con el ángel. ¿Comerán perdices?
Se diría. Pero un golpe bajo brutal, monumental (como hace mucho que no se veían) se
ocupará de cortarles la digestión.
Guillermo Ravaschino |